Dije economía política, estúpido
Slavoj Zizek
I
Dos películas inglesas recientes –dos relatos sobre la traumática desintegración de la identidad masculina de la vieja clase obrera- expresan dos versiones opuestas del punto muerto de despolitización en el que estamos.
Tocando al viento (Brassed off) se centra en la relación entre la lucha política “real” (la lucha de los mineros contra las amenazas de cierre de minas, legitimadas por el progreso tecnológico) y la expresión simbólica idealizada de la comunidad de los mineros: su banda de música. Al principio, los dos aspectos parecen oponerse: para los mineros, presos en la lucha por la supervivencia económica, la actitud de “¡La música es lo único que me importa!” del viejo director de la banda, que está muriéndose de un cáncer de pulmón equivale a una insistencia vana y fetichizada en la forma simbólica vacía, desprovista de sustancia social. Sin embargo, cuando los mineros pierden la batalla política, la actitud de “La música importa”, su insistencia en tocar y participar de un concurso nacional, se convierte en un gesto simbólico de desafío, un verdadero acto de afirmación de fidelidad a la lucha política. Como dice uno de los personajes: cuando ya no hay esperanza, lo único que queda es ser fiel a los principios... En suma. El acto se produce cuando llegamos a esa encrucijada –o más bien a ese cortocircuito- de niveles, de modo que la insistencia en la forma vacía (no importa lo que pase, seguiremos tocando en nuestra banda...) se convierte en una señal de fidelidad al contenido (a la lucha contra el cierre y por la conservación del estilo de vida de los mineros.)La comunidad minera pertenece a una tradición condenada a desaparecer. Y es precisamente aquí donde hay que evitar la trampa de acusar a los mineros de defender el viejo estilo de vida reaccionario, machista, y chauvinista de la clase obrera: el principio de una comunidad reconocible es una razón por la que vale la pena luchar, y bajo ningún punto de vista hay que dejarla en manos del enemigo.
Todo o nada (The Full Monthy), nuestro segundo ejemplo, es –como La sociedad de los poetas muertos o Luces de la ciudad- una de esas películas en las que la línea narrativa se mueve en dirección a su clímax final; en este caso, el desnudo total que los cinco desocupados hacen en el local de striptease.
Ese gesto final –ir “hasta el fondo”, mostrar sus sexos ante una platea abarrotada- implica un acto que, aunque opuesto, en un sentido, al de Tocando al viento, en última instancia equivale a lo mismo: la aceptación de la pérdida.
Lo heroico del gesto final de Todo o nada no está en persistir en la forma simbólica (tocar en la banda) cuando su sustancia social se desintegra sino, por el contrario, en aceptar lo que, desde la perspectiva de la ética de la clase obrera masculina, no puede sino aparecer como la última humillación: renunciar a la falsa dignidad masculina (recuerden el famoso trozo de diálogo cerca del principio, cuando uno de los héroes, después de ver a unas mujeres orinando de pie, dice que están acabados, que ellos –los hombres- han perdido el tren. La dimensión tragicómica de la situación reside en el hecho de que el carnavalesco espectáculo (de desnudarse) no está protagonizado por los stripers habituales, bien dotados, sino por hombres comunes, decentes, tímidos, relativamente maduros, que decididamente no son apuestos. Su heroísmo consiste en que deciden llevar a cabo el show aún siendo conscientes de que no tienen es aspecto físico apropiado. Ese desajuste entre el acto y la inconveniencia obvia de los actores le confiere al acto su verdadera dimensión sublime: el divertimento vulgar del desnudo, el acto se convierte en una especie de ejercicio espiritual: se trata de renunciar al falso orgullo. (El mayor de los hombres, ex capataz del resto, se enteran poco antes del show, de que ha conseguido un trabajo, pero aun así decide unirse a sus compañeros en el acto de fidelidad: la clave del show no es simplemente ganar el dinero que tanto necesitan: es una cuestión de principios.)
Lo que hay que tener presente, sin embargo, es que ambos actos, el de Tocando el viento y el de Todo o nada, son actos de perdedores(¿o de vencidos?GS). Esto es, dos modos de enfrentarse con la pérdida catastrófica: insistiendo, en un caso, en la forma vacía como fidelidad al contenido perdido; en el otro, renunciando heroicamente a los últimos vestigios de falsa dignidad narcisística y consumando un acto para el cual son grotescamente inapropiados. Y lo triste es que en algún sentido ésa es nuestra situación hoy (GS: en algún caso es parecida a la sensación que albergaban los viejos militantes cartistas del siglo XIX, que tras estar a la esquina de asaltar el poder, vieron como, entrada la década del sesenta de ese siglo y más adelante, como el acceso al poder comenzaba a ser un sueño trasnochado, dicho de otro modo: el capitalismo había venido para quedarse y casi para siempre. Esto obligó ,o mejor dicho, la clase obrera inglesa eligió en ese entonces, intentar trascender su derrota a través de un movimiento defensivo, que se adentraba a sus entrañas , protegiendo ciertos valores, encerrándose en sí misma: el music hall fue en sus comienzos una forma defensiva de defensa, la bebida ante el aluvión relegioso de entidades como el ejército de salvación, fue otra, tal vez hoy lo sea en nuestro medio la cumbia) Hoy, después del desmoronamiento de la idea marxista de que es el capitalismo mismo el que, bajo el disfraz del proletariado, genera la fuerza que lo destruirá, ningún crítico del capitalismo, ninguno de los que tan convincentemente describen el vórtice mortal al que está arrastrándose el así llamado proceso de globalización, tiene alguna idea clara de cómo podemos librarnos del capitalismo. En suma, no estoy pregonando un simple retorno a las viejas nociones de lucha de clases y revolución socialista. La pregunta de cómo es posible socavar realmente el sistema capitalista global no es una pregunta retórica. Tal vez no sea realmente posible, al menos no en un futuro inmediato.
Hay pues, dos actitudes: o la izquierda se enrola hoy nostálgicamente en el encantamiento ritual de las viejas fórmulas, ya sean las del comunismo revolucionario o las del Estado de Bienestar del reformismo socialdemócrata, desdeñando la nueva sociedad posmoderna como una cháchara vacía y a la moda que vela la dura realidad del capitalismo actual; o acepta el capitalismo global como el “único juego que hay en la plaza” y sigue la doble táctica de prometer a los empleados el mantenimiento de un máximo posible de Estado de Bienestar, y a los empleadores el pleno respeto de las reglas del juego (del capitalismo global) y las firmes censuras de las demandas “irracionales” de los empleados. Así, en las políticas de izquierda actuales, nos vemos limitados, en efecto, a elegir entre la actitud ortodoxa de tararear las viejas canciones comunistas o socialdemócratas (aunque sabemos que ya se les pasó el cuarto de hora) y la actitud centro-radical del neolaborismo, que consiste en hacer un desnudo total, en librarnos de los últimos vestigios del discurso izquierdista...
II
La gran novedad de la era pospolítica actual —la era del “fin de las ideologías”— es la despolitización radical de la esfera de la economía: el modo en que la economía funciona (la necesidad de recortar el gasto social, etc.) es aceptado como un simple dato del estado de cosas objetivo. Sin embargo, en la medida en que esta despolitización fundamental de la esfera económica sea aceptada, todas las discusiones sobre la ciudadanía activa y sobre los debates públicos de donde deberían surgir las decisiones colectivas seguirán limitadas a cuestiones “culturales” de diferencias religiosas, sexuales o étnicas —es decir, diferencias de estilos de vida— y no tendrán incidencia real en el nivel donde se toman las decisiones de largo plazo que nos afectan a todos. En suma, la única manera de crear una sociedad donde las decisiones críticas de largo plazo surjan de debates públicos que involucren a todos los interesados es poner algún tipo de límite radical a la libertad del Capital, subordinar el proceso de producción al control social. La repolitización radical de la economía. Esto es: si el problema con la pospolítica actual (la “administración de los asuntos sociales”) es que cada vez socava más la posibilidad de una acción política verdadera, ese socavamiento responde directamente a la despolitización de la economía, a la aceptación común del Capital y de los mecanismos del mercado como herramientas/procedimientos neutros que deben ser explotados.
Ahora podemos comprender por qué la pospolítica actual no puede acceder a la dimensión verdaderamente política de la universalidad: porque impide que silenciosamente la esfera de la economía se politice. El terreno de las relaciones del mercado capitalista global es la Otra Escena de la así llamada repolitización de la sociedad civil pregonada por los partidarios de las “políticas de identidad” y otras formas posmodernas de politización: en la discusión sobre las nuevas formas de política que brotan en todas partes, centradas en cuestiones particulares (derechos gays, ecología, minorías étnicas...), en toda esa actividad incesante de identidades cambiantes y fluidas, en toda esa construcción múltiple de coaliciones ad hoc, hay algo inauténtico, algo que, en última instancia, se parece demasiado a la actitud del neurótico obsesivo, que habla todo el tiempo y despliega una actividad frenética precisamente para garantizar que algo —lo que realmente importa— no sufra perturbación alguna y permanezca inmovilizado. (GS:Fragmentación del ser humano en “mil micro ser humano”, al estilo Dr. Fausto (hay dos almas vivientes en mi pecho, o más aún, al estilo Harry Haller, el protagonista del lobo estepario, que ansía recobrar su unicidad ante la destrucción estilo Tupac Amaru que le plantean sus infinitos yo ante el mundo moderno: se puede satisfacer a unos cuantos pero no a la totalidad) Así, en vez de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades proporcionadas por la “segunda modernidad”, es mucho más importante centrarse en aquello que permanece idéntico en medio de esa fluidez y esta reflexividad globales, en lo que funciona como el verdadero motor de esa fluidez: la lógica inexorable del Capital. La presencia espectral del Capital es la figura del Otro que no sólo sigue siendo operativo cuando se desintegran todas las encarnaciones tradicionales del Otro simbólico, sino que directamente provoca esa desintegración: lejos de enfrentarse con el abismo de la libertad —cargado como está con el peso de una responsabilidad que no se alivia recurriendo a la mano auxiliadora de la Tradición o la Naturaleza—, el sujeto actual está preso, ahora quizá más que nunca, en una compulsión inexorable que gobierna efectivamente su vida.
III
La ironía de la historia es que, en los países ex comunistas de Europa del Este, los comunistas “reformados” fueron los primeros que aprendieron la lección. ¿Por qué muchos de ellos volvieron al poder por la vía de elecciones libres a mediados de los años ’90? Ese retorno prueba de manera definitiva que, en efecto, esos estados han entrado en el capitalismo. Lo que equivale a preguntarse: ¿qué es lo que defienden hoy los ex comunistas? Dada su relación privilegiada con los nuevos capitalistas emergentes (la mayoría miembros de la vieja nomenklatura que privatizó las compañías que alguna vez dirigieron), ellos forman, ante todo, el partido del gran Capital; más aún, para borrar los rastros de su breve pero aun así traumática experiencia con una sociedad civil políticamente activa, se fijaron la regla de abogar por una rápida desideologización, se retiraron del compromiso con la sociedad civil activa para refugiarse en el consumismo pasivo y apolítico, las dos rasgos verdaderos que caracterizan al capitalismo contemporáneo. Así, los disidentes se quedan azorados cuando descubren el papel de “mediadores evanescentes” que jugaron en el pasaje del socialismo al capitalismo, y que la clase que gobierna ahora es la misma que la de antes, sólo que con un nuevo disfraz. Es un error, pues, sostener que el retorno de los ex comunistas al poder muestra hasta qué punto la gente, decepcionada por el capitalismo, añora la vieja seguridad socialista; en una suerte de “negación de la negación” hegeliana, el socialismo aparece efectivamente negado sólo cuando los ex comunistas vuelven al poder; esto es, lo que los analistas políticos perciben (equivocados) como “decepción” ante el capitalismo es en realidad decepción ante el entusiasmo ético-político para el cual no hay lugar en el capitalismo “normal”. De modo que habría que reafirmar la vieja crítica marxista de la reificación: hoy, poner el énfasis en la despolitizada lógica economica “objetiva” contra las formas supuestamente “fechadas” de las pasiones ideológicas es la forma ideológica predominante, dado que la ideología siempre es autorreferencial, esto es, se define a sí misma gracias a la distancia que la separa de un Otro rechazado y denunciado como “ideológico”. Por esa razón precisa —porque la economía despolitizada es la “fantasía fundamental”, no reconocida como tal, de la política posmoderna—, un acto verdaderamente político implicaría necesariamente la repolitización de la economía: en el contexto de una situación dada, un gesto cuenta como acto sólo en la medida en que perturba (“atraviesa”) su fantasía fundamental.(GS: parecería que podemos extrañar a nuestros antiguos amos, porque a los nuevos no los conocemos aún, o peor aún no sabemos dónde están)
Así, a medida que la izquierda moderada, de Blair a Clinton, acepta plenamente esa despolitización, asistimos a una extraña inversión de roles: la única fuerza política seria que sigue poniendo en cuestión las reglas irrestrictas del mercado es la extrema derecha populista (Buchanan en EE.UU., Le Pen en Francia). Cuando Wall Street reaccionó negativamente ante una caída de la tasa de desempleo, Buchanan fue el único que señaló la obviedad de que lo que es bueno para el Capital obviamente no es bueno para la mayoría de la población. Contra la vieja creencia de que la extrema derecha dice abiertamente lo que la derecha moderada piensa en secreto pero no se atreve a decir públicamente (afirmar abiertamente el racismo, la necesidad de una autoridad fuerte y la hegemonía cultural de los valores occidentales, etc.), nos enfrentamos ahora con una situación en la que la extrema derecha dice abiertamente lo que la izquierda moderada piensa en secreto pero no se atreve a decir en público (la necesidad de frenar la libertad del Capital).
Tampoco habría que olvidar que las milicias derechistas remanentes suelen parecerse mucho a una versión caricaturesca de los resquebrajados grupos de militantes de extrema izquierda de los años ’60; en ambos casos se trata de una lógica radical antiinstitucional: el enemigo último es el aparato represivo de Estado (el FBI, el ejército, el sistema judicial) que amenaza la supervivencia misma del grupo, y el grupo se organiza como un cuerpo fuertemente disciplinado para poder hacer frente a la presión. El contrapunto exacto de esto es un izquierdista como Pierre Bourdieu, que defiende la idea de una Europa unificada como un “Estado social” fuerte, capaz de garantizar un mínimo de bienestar y de derechos sociales contra el ataque violento de la globalización: es difícil evitar la ironía ante un izquierdista radical que levanta barreras contra el poder corrosivo global del Capital, tan fervorosamente celebrado por Marx. Así, una vez más, es como si los roles se hubieran invertido. Los izquierdistas apoyan un Estado fuerte como la última garantía de las libertades civiles y sociales contra el Capital, mientras que los derechistas demonizan al Estado y a sus aparatos como si fueran la última máquina terrorista.
IV
Hay que reconocer, por supuesto, el impacto tremendamente liberador de la politización posmoderna de terrenos hasta entonces considerados apolíticos (feminismo, políticas gay y lesbiana, ecología, problemas de minorías étnicas y otras): el hecho de que esos problemas no sólo hayan sido percibidos como intrínsecamente políticos sino que hayan dado a luz a nuevas formas de subjetivación política rediseñó todo nuestro paisaje político y cultural. De modo que no se trata de dejar de lado ese tremendo progreso para reinstaurar alguna versión del así llamado esencialismo económico: el asunto es que la despolitización de la economía genera el populismo de la Nueva Derecha, con su ideología de la Moral de la Mayoría, que hoy es el principal obstáculo para la satisfacción de las numerosas demandas (feministas, ecológicas...) en las que se centran las formas posmodernas de subjetivación política. En suma, predico un “retorno a la primacía de la economía” no en detrimento de los problemas planteados por las formas posmodernas de politización, sino precisamente para crear las condiciones de la más efectiva satisfacción de las demandas feministas, ecológicas, etc.
Un indicador extra de la necesidad de algún tipo de politización de la economía es la perspectiva abiertamente “irracional” de concentración casi monopólica del poder en manos de un solo individuo o corporación, como es el caso de Rupert Murdoch o de Bill Gates. Si la próxima década produce la unificación de los múltiples medios de comunicación en un solo aparato que combine las características de una computadora interactiva, un televisor, un equipo de video y de audio, y si Microsoft realmente consigue convertirse en el dueño casi monopólico de ese nuevo medio universal, controlando no sólo el lenguaje que se emplee en él sino también las condiciones de su aplicación, entonces es obvio que nos enfrentaremos con una situación absurda en la que un solo agente, libre de todo control público, dominará la estructura comunicacional básica de nuestras vidas y será, por lo tanto, más poderoso que cualquier gobierno. Lo que da pie para más de una intriga paranoica. Dado que el lenguaje digital que todos usaremos habrá sido hecho por hombres y construido por programadores, ¿no es posible imaginar a la corporación que lo posea instalando en él un ingrediente de programación secreto que le permita controlarnos, o un virus que ella misma podrá detonar, interrumpiendo nuestra posibilidad de comunicación? Cuando las corporaciones de biogenética afirman su propiedad sobre nuestros genes patentándolos, lo que también hacen es plantear la paradoja de que son dueñas de las partes más íntimas de nuestro cuerpo, de modo que todos, sin ser conscientes de ello, ya somos propiedad de una corporación.
La perspectiva que vislumbramos es que tanto la red comunicacional que usamos como el lenguaje genético del que estamos hechos serán propiedad de y controlados por corporaciones (o por una corporación) libres del control público. Una vez más, el absurdo de esa posibilidad —el control privado de la base propiamente pública de nuestra comunicación y reproducción, de la red misma de nuestro ser social— ¿no impone por sí solo la socialización como única solución? En otras palabras, ¿no es el impacto de la así llamada revolución de la información en el capitalismo la ilustración última de la vieja tesis marxista de que “en cierto estadio de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en conflicto con las relaciones de producción existentes, o —según una expresión legal de la misma idea— con las relaciones de propiedad en las que hasta entonces funcionaron”? ¿Acaso los dos fenómenos mencionados (las imprevisibles consecuencias globales de decisiones tomadas por compañías privadas; el evidente absurdo de “ser propietario” del genoma de una persona o de los medios que los individuos usan para la comunicación), a los que hay que sumar al menos el antagonismo implícito en la idea de “ser propietario” del conocimiento científico (dado que el conocimiento es por naturaleza neutral a su propagación, esto es: no lo gastan la dispersión ni el uso universal), no son suficientes para explicar por qué el capitalismo actual debe recurrir a estrategias cada vez más absurdas para mantener la economía de la escasez en la esfera de la información, y por lo tanto para contener, en el marco de la propiedad privada y las relaciones de mercado, el demonio que él mismo liberó (inventando, por ejemplo, nuevos modos de prevenir el copiado libre de información digitalizada)? En pocas palabras, la perspectiva de la “aldea global” de la información, ¿no marca acaso el fin de las relaciones de mercado (que por definición están basadas en la lógica de la escasez), al menos en la esfera de la información digitalizada?(GS:en nuestro medio, el economista M.Matellanes, viene insistiendo desde hace unos cuantos años, en que el capitalismo se está disgregando y retrocediendo como relación social , cada vez menos gente es “explotada” en términos tradicionales. Queda por descubrir qué lo reemplazará: lo cierto es que mucha gente añora ser explotada, porque paradójicamente, o tal vez no tan paradójicamente, el trabajo nos definía (¿todavía lo será así ?) como personas, además de permitirnos vivir, cosa que cada vez menos gente parece tener asegurado; en los albores del capitalismo, los primeros burgueses eran amenazados con la excomunión, porque eso era dejar a alguien fuera del mundo; hoy la amenaza es la muerte por inanición. “El hambre puede amansar a los animales más feroces y volver decentes y morigerados , sumisos y obedientes, aún a los más perversos. Comúnmente, lo único que puede inducirlos y acicatearlos al trabajo es el hambre”, decía Wilson Townsend en su Disertación sobre las leyes para los Pobres en 1785. Hoy pareciera que ni eso se le puede ofrecer.)
V
Tras la defunción del socialismo, el último temor del capitalismo occidental es que otra nación o grupo étnico derrote a Occidente en sus propios términos capitalistas, combinando la productividad del capitalismo con alguna clase de hábitos sociales extraños a nosotros, occidentales. En los ’70, el objeto de temor y de fascinación era Japón. Ahora, después de un breve interludio de fascinación con el Sudeste asiático, la atención se concentra cada vez más en China por su calidad de próxima superpotencia, en la medida en que combinaría el capitalismo con la estructura política comunista. Esa clase de temores da lugar últimamente a formaciones puramente fantasmáticas, como la imagen que muestra a China superando a Occidente en productividad y conservando al mismo tiempo una estructura sociopolítica autoritaria —difícil resistir la tentación de llamar “modo asiático de producción capitalista” a esa combinación fantasmática—. Habría que enfatizar, contra esos temores, que China, tarde o temprano, pagará el precio de su desenfrenado desarrollo capitalista con nuevas formas de tensión e inestabilidad social: la “fórmula ganadora” —combinar el capitalismo con la ética comunitaria asiática “cerrada”— está condenada a explotar. Ahora más que nunca, se podría reafirmar la vieja fórmula marxista según la cual el límite del capitalismo es el propio Capital; el peligro para el capitalismo occidental no viene de afuera, de los chinos o de algún otro monstruo capaz de derrotarnos en nuestro propio juego, privándonos, al mismo tiempo, del individualismo liberal occidental, sino del límite intrínseco al propio proceso con que coloniza cada nuevo terreno (no sólo geográfico sino también cultural, psíquico, etc.), con que erosiona las últimas esferas de sustancialidad que se resisten a la reflexión. Cuando el Capital ya no encuentre fuera de sí ningún contenido sustancial de que alimentarse, ese proceso desembocará en algún tipo de implosión. Habría que tomar literalmente la metáfora de Marx según la cual el capitalismo es una entidad vampírica. Siempre necesita alguna clase de “productividad natural” prerreflexiva (talentos en distintas áreas del arte, inventores en la ciencia, etc.) para alimentar su propia sangre, y así reproducirse a sí mismo. Pero cuando el círculo se cierra, cuando la reflexividad se vuelve completamente universal, es el sistema entero el que está amenazado.
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Extraído de The Ticklish Subject (Londres, Verso, 1999), publicado por Página/30 Nro 118, Mayo 2000
Traducción aparecida en grado cero. Agradecemos la autorización para republicarlo aquí.
Bienvenidos al desierto de lo real
Slavoj Zizek
Un extraño suceso tuvo lugar en la escena política neoyorquina a fines de noviembre de 1999: Leonora Fulani, la activista negra de Harlem, le dio su respaldo al candidato presidencial Patrick Buchanan del Partido Reformista, declarando que trataría de llevarlo a Harlem y movilizar a los votantes en su favor. Mientras ambos socios admitían sus diferencias en varios temas claves, hicieron hincapié en “su mutuo populismo económico y particularmente en su antipatía hacia el libre comercio”. ¿Por qué este pacto entre Fulani, la izquierdista radical, militante de la política marxista leninista, y Buchanan, reaganiano de la guerra fría y figura mayor del populismo del ala derecha?
La sabiduría común de los liberales tiene una respuesta rápida para eso: los extremos el “totalitarismo” de izquierda y de derecha coinciden en su rechazo de la democracia y, hoy en día especialmente, en su falta de mutua adaptación a las nuevas tendencias de la economía global. Además, ¿acaso no comparten una agenda antisemítica? Mientras que el sesgo antisemítico de los afroamericanos radicales es bien conocido, ¿quién no recuerda la descripción provocadora que hizo Buchanan del congreso norteamericano como un “territorio ocupado israelí”? A pesar de estas perogrulladas liberales, uno debería concentrarse en averiguar qué es lo que une efectivamente a Fulani y Buchanan: ambos pretenden hablar en nombre de la proverbial “clase obrera en vías de desaparición”. ¿Es que acaso en la percepción ideológica de hoy, el trabajo en sí mismo (el trabajo manual como opuesto a la actividad “simbólica”) y no el sexo, ocupa el lugar de la indecencia obscena que debe apartarse de la mirada pública? La tradición que va desde El oro del Rin de Wagner y Metrópolis de Lang, la tradición en la cual el proceso productivo sucede bajo tierra, en cuevas oscuras, culmina hoy en millones de anónimos trabajadores sudando en fábricas del tercer mundo, desde los gulags chinos a las líneas de montaje de Indonesia o Brasil en su invisibilidad, Occidente puede darse el lujo de balbucear acerca de la “clase obrera en vías de desaparición”. Pero lo que es crucial en esta tradición es la ecuación de trabajo con crimen, la idea de que el trabajo, el trabajo pesado, es en su origen una actividad criminal indecente que debe ser apartada de la mirada pública.
Hoy en día, los dos superpoderes, Estados Unidos y China, están cada vez más y más emparentados como capital y trabajo. Estados Unidos se está convirtiendo en un país de administración en planeamiento, banca, servicios, etc., mientras su “clase obrera en vías de desaparición” (a excepción de los migrantes chicanos y otros que trabajan sobre todo en la economía de servicios) reaparece en China, en donde la gran mayoría de los productos norteamericanos, desde juguetes hasta material electrónico, se manufacturan en condiciones ideales para la explotación capitalista: sin huelgas, libertad limitada de movimiento de la fuerza laboral, bajos salarios... Lejos de ser simplemente antagonistas, las relaciones entre China y los Estados Unidos son al mismo tiempo profundamente simbióticas. La ironía de la historia es que China se merece de manera absoluta el título de “Estado de la clase obrera”: es el Estado de la clase obrera del capital norteamericano.
El único lugar en las películas de Hollywood en el que se ve el proceso de producción en toda su intensidad es cuando el héroe penetra en el territorio secreto del capo criminal y localiza ahí el lugar del trabajo pesado (destilando y empacando las drogas, construyendo el cohete que destruirá Nueva York...). Cuando en una película de James Bond, el capo criminal, luego de capturar a Bond, lo lleva en un tour por su fábrica ilegal ¿no es lo más cercano que llega Hollywood a una orgullosa presentación realista socialista de cómo es la producción en una fábrica? Y la función de la intervención de Bond es, por supuesto, hacer volar por los aires ese lugar de producción, permitiéndonos volver al semblante diario de nuestra existencia en un mundo con la “clase obrera en vías de desaparición”...
La manera postmoderna estándar de rechazar la importancia del conflicto de clase no es principalmente llamar la atención acerca de la supuesta “clase obrera en vías de desaparición”, sino más bien enfatizar cómo el conflicto de clase no debería ser “esencializado” como el punto de referencia final hermenéutico a cuya “expresión” todos los demás conflictos pueden ser reducidos: hoy en día asistimos al florecimiento de nuevas y múltiples subjetividades políticas (de clase, étnicas, gay, ecológicas, feministas, religiosas...) y la alianza entre ellas es el producto de la abierta lucha contingente en hegemonía. Sin embargo, filósofos tan distintos como Alain Badiou y Fredric Jameson han señalado, a propósito de la actual celebración de la diversidad de estilos de vida, cómo este crecimiento de las diferencias reposa en un subyacente Uno, i.e. en la radical obliteración de la Diferencia, de la brecha antagonista. Lo mismo vale para la crítica postmoderna standard de la diferencia sexual como “oposición binaria” a ser deconstruida: “no sólo hay dos sexos, sino una multitud de sexos, de identidades sexuales...”. En todos estos casos, en el momento en que introducimos la “creciente multitud”, lo que estamos diciendo en efecto es exactamente lo opuesto, la subyacente Igualdad (Sameness) que lo invade todo, i.e. la noción de una brecha radical antagonista que afecta al cuerpo social entero es obliterada: la sociedad no antagonista es aquí el “contenedor” realmente global en el cual hay suficiente espacio para toda la multitud de comunidades culturales, estilos de vida, religiones, orientaciones sexuales...
Ya existe una razón FILOSOFICA muy precisa por la cual el antagonista debe ser una diada, i.e. porque la “multiplicación” de las diferencias reafirma al subyacente Uno. Como ya ha enfatizado Hegel, cada género tiene finalmente sólo dos especies, i.e. la diferencia específica es finalmente la diferencia entre el género mismo y su especie “en sí”. Es decir, en nuestro universo, la diferencia sexual no es simplemente la diferencia entre las dos especies del género humano, sino la diferencia entre un término (hombre) que aparece en representación del género en sí y el otro término (mujer) que aparece en representación de la Diferencia dentro del género en sí, debido a un específico, particular momento. De este modo, en un análisis dialéctico, incluso cuando tenemos la impresión de múltiples especies, tenemos que buscar a las especies excepcionales que dan cuerpo de manera directa al género en sí: la verdadera Diferencia es la “imposible” diferencia entre esta especie y todas las demás. Paradójicamente, Laclau se encuentra aquí más cerca de Hegel: inherente a su noción de hegemonía está la idea de que, entre los elementos particulares (significantes) hay uno que directamente “colorea” el significante vacío de la universalidad imposible en sí misma, de manera que, dentro de esta constelación hegemónica, oponerse a este significante particular equivale a oponerse a la “sociedad” EN SÍ. Cuando la diada antagonista es reemplazada por la evidente “creciente multitud”, la brecha que se halla así obliterada es, en consecuencia, no solamente la brecha entre el contenido diferente DENTRO de la sociedad, sino la brecha antagonista entre lo Social y lo no Social, la brecha que afecta la verdadera noción Universal de lo Social.
En este universo de la Igualdad (Sameness), la manera principal de la apariencia de la Diferencia política es generada por el sistema bipartidista, esa apariencia de la opción en la que básicamente no hay ninguna. Los dos polos convergen en su política económica (véanse recientes celebraciones, de parte de Clinton y de Blair, de la “estricta política fiscal” como la opinión clave de la izquierda moderna: la estricta política fiscal sostiene el crecimiento económico, y el crecimiento nos permite cumplir con una política social más activa en nuestra lucha por una mejor seguridad social, educación, salud...). Su diferencia es por último reducida a los comportamientos culturales opuestos: su “apertura” multiculturalista, sexual, etc., versus los “valores familiares” tradicionales (de manera típica, esta es la opción derechista que se dirige y alcanza a movilizar lo que queda de la “clase obrera” central en nuestras sociedades occidentales, mientras que la “tolerancia” multiculturalista se ha convertido en el motivo recurrente de las nuevas “clases simbólicas” privilegiadas: no debe sorprender a nadie el hecho de que, en el ridículo espectáculo de Giuliani versus la exposición de arte Sensation, el capital corporativo estaba en el lado de Sensation). Esta opción política no puede sino recordarnos el problema que sentimos cuando queremos un edulcorante artificial en una cafetería norteamericana: la siempre presente alternativa del Nutra-Sweet Equal y el High & Low, de bolsitas azules y rojas, en donde casi cada uno tiene sus preferencias (evite las rojas, tienen sustancias cancerígenas, o viceversa...) y este apego ridículo a la opción de cada uno no hace sino acentuar el absoluto sin sentido de la alternativa. (¿Y acaso no sucede lo mismo para los talk-shows nocturnos, en donde la “libertad de opción” está entre Jay Leno y David Letterman? ¿O para las gaseosas: Coca o Pepsi?)
Es un hecho bien conocido que el botón de “Cerrar la puerta” en muchos ascensores es un placebo sin utilidad, dispuesto en el lugar sólo para darle a los individuos la impresión de que participan de algún modo, contribuyendo a la rapidez de la jornada del ascensor cuando apretamos ese botón, la puerta se cierra exactamente al mismo tiempo que cuando apretamos el botón que indica el piso sin “apurar” el proceso por el hecho de apretar también el botón de “cierre la puerta”. Este caso extremo de falsa participación es una apropiada metáfora de la participación de los individuos en nuestro proceso político “postmoderno”... Por supuesto, la respuesta postmoderna a esto sería que el antagonismo radical emerge sólo a medida que la sociedad es aun percibida como totalidad ¿no fue acaso Adorno quien dijera que contradicción es diferencia bajo el aspecto de identidad? De modo que la idea es que con la era postmoderna, el retroceso de la identidad de la sociedad involucra SIMULTANEAMENTE el retroceso del antagonismo que parte en dos el cuerpo social aquello que recibimos a cambio de esto es el Uno de la indiferencia como el medio neutral en el cual la multitud (de estilos de vida, etc.) coexiste. La respuesta de la teoría materialista a esto es demostrar cómo este verdadero Uno, este territorio en común en el que múltiples identidades florecen, reposa de hecho en determinadas exclusiones, y está sostenido por un invisible quiebre antagónico.
Y esto nos trae de vuelta a Buchanan: de manera significativa, la única fuerza política con mínimo peso de seriedad que SÍ evoca todavía una respuesta antagonista de Nosotros contra Ellos es la nueva derecha populista (Le Pen, Haider, Republicanos en Alemania, Buchanan en Estados Unidos). Sin embargo, es precisamente debido a esta razón que juega un papel estructural clave en la legitimación de la nueva hegemonía multicultural tolerante liberal-democrática. Para empezar, tiene el común denominador negativo de todo el espectro de centro-izquierda: son los excluidos, los que a través de esta misma exclusión (su por el momento, al menos inaceptabilidad como partido del gobierno) proveen la legitimidad negativa de la hegemonía liberal, la prueba de su comportamiento “democrático”. En este sentido, su existencia desplaza el VERDADERO centro de atención de la lucha política (que es por supuesto la urgencia de cualquier alternativa radical de izquierda) hacia la “solidaridad” de todo el bloque “democrático” contra el peligro derechista. Ahí reside la última prueba de la hegemonía democrática liberal de la escena política ideológica, la hegemonía lograda con la emergencia de la “Tercera Vía” socialdemócrata: la “Tercera Vía” es precisamente la social democracia bajo la hegemonía del capitalismo liberal democrático (i.e. desprovisto de su mínimo chispazo subversivo), consiguiendo de este modo excluir la última referencia al anticapitalismo y a la lucha de clases. Segundo, es absolutamente crucial que los nuevos populistas de derecha sean la única fuerza política “seria” de hoy en día que se dirijan a la gente con la retórica anticapitalista, cubierta no obstante de ropajes nacionalistas/racistas/religiosos (corporaciones multinacionales que “traicionan” a la gente sencilla y trabajadora de nuestra nación).
En el congreso del Front National hace un par de años, Le Pen subió al escenario a un argelino, un africano y un judío, los abrazó y le dijo al público reunido: “Ellos son tan franceses como yo ¡son los representantes del gran capital multinacional, ignorando su deber hacia Francia, quienes constituyen el verdadero peligro para nuestra identidad!” Hipócritas como son estas declaraciones, son no obstante la señal de cómo la derecha populista se dirige a ocupar el terreno dejado vacante por la izquierda. Aquí el nuevo centro liberal democrático juega un doble juego: coloca a la derecha populista como nuestro enemigo en común, mientras manipula eficazmente este cuco derechista para hegemonizar el terreno “democrático”, i.e. para definir el terreno e imponerse sobre su verdadero adversario, la izquierda radical. Así, confundidos como pueden estar, sucesos como el apoyo de Fulani a Buchanan no son otra cosa sino finalmente el desesperado intento de la izquierda radical de escapar de la hegemonía de la “izquierda postmoderna” de la Tercera Vía: en esta sobrecogedora, monstruosa coalición, la izquierda de la Tercera Vía recibe de vuelta su propio mensaje en forma invertida verdadera. Dicho en corto, el sobrecogedor matrimonio de Fulani y Buchanan es un síntoma de la izquierda de la Tercera Vía.
Desde esta perspectiva, incluso la defensa neoconservadora de los valores tradicionales se ve bajo una nueva luz: como la reacción contra la desaparición de la normatividad ética y legal, la cual es reemplazada gradualmente por regulaciones pragmáticas que coordinan los intereses particulares de distintos grupos. Esta tesis puede parecer paradójica: ¿no vivimos acaso en la era de los derechos humanos universales que se reafirman incluso en contra de la soberanía de un Estado? ¿No fue el bombardeo de la OTAN a Yugoslavia el primer caso de intervención exitosa (o al menos autorrepresentada como exitosa) con base en el interés normativo, sin referencia a ningún interés “patológico” de tipo político económico? Dicha nueva normatividad de los “derechos humanos” es, a pesar de su apariencia, su total opuesto. Aquí el punto no es simplemente el viejo argumento marxista acerca de una brecha entre la apariencia ideológica de la forma legal universal y los intereses particulares que efectivamente la sostienen; a este nivel, el contra-argumento (hecho, entre otros, por Lefort y Ranciere) de que la forma, precisamente, no es nunca una “mera” forma, sino que involucra una dinámica propia que deja sus huellas en la materialidad de la vida social, es absolutamente válido (la “libertad formal” burguesa pone en movimiento el proceso de demandas políticas y prácticas muy “materiales”, que va desde los sindicatos hasta el feminismo). El énfasis principal de Ranciere está en la ambigüedad de la noción marxista de “brecha” entre la democracia formal (los derechos del hombre, libertad política, etc.) y la realidad económica de explotación y dominación. Uno puede leer esta brecha entre la “apariencia” de la igualdad/libertad y la realidad social de las diferencias económicas, culturales, etc., sea bajo la manera “sintomática” estándar (la forma de los derechos universales, igualdad, libertad y democracia es sólo la forma necesaria pero ilusoria de expresión de este contenido social concreto, el universo de explotación y dominación de clase), sea bajo el sentido mucho más subversivo de una tensión en la cual la “apariencia” de egaliberté, precisamente NO ES una “mera apariencia”, sino la evidencia de una efectividad propia que permite poner en movimiento el proceso de rearticulación de relaciones socio-económicas concretas mediante su progresiva “politización” (¿Por qué no deberían votar las mujeres también? ¿Por qué no deberían las condiciones en el ambiente de trabajo ser también materia de interés público?, etc.). Uno está tentado de poner en uso aquí el viejo término levistraussiano de “eficiencia simbólica”: la apariencia de egaliberté es una ficción simbólica que posee una eficiencia propia concreta uno debería resistir la adecuada tentación cínica de reducirla a una mera ilusión que permita una actualidad distinta.
Lo que tenemos ahora, por el contrario, es el cinismo postmoderno: el hecho de que, detrás de la forma universal (o forma legal), existe algún interés particular o el compromiso de su multitud de formas particulares es DIRECTAMENTE (FORMALMENTE incluso) TOMADO EN CUENTA la norma legal que se impone a sí misma es “formalmente” percibida/postulada como compromiso regulador entre la multitud de intereses (étnicos, sexuales, ecológicos, económicos...) “patológicos”. El argumento de la crítica ideológica del marxismo clásico es de este modo, de manera perversa, directamente incluido e instrumentalizado, y la ideología mantiene su validez a través de esta falsa auto-transparencia. Lo que se evapora en el universo post-político de hoy no es pues la “realidad” tapada por fantasmagorías ideológicas, sino APARIENCIA MISMA, la apariencia de cierta ajustada norma, su fuerza “performativa”: el “realismo” tomar las cosas tal como “realmente son” es la peor ideología.
El principal problema político de hoy en día es: ¿cómo rompemos este consenso cínico? La democracia formal en sí misma no debe ser fetichizada aquí su límite está perfectamente delineado por la situación venezolana luego de la elección del General Chávez a la presidencia en 1996. Él ES “autoritario”, carismático, antiliberal, populista, PERO uno TIENE que tomar ese riesgo en la medida en que la democracia liberal tradicional no está en capacidad de articular algún tipo de demandas radicales populares. La democracia liberal tiende hacia las decisiones “racionales” dentro de los límites de lo (que es percibido como) posible; para gestos más radicales, las estructuras carismático proto-“totalitarias” con lógica plebiscitaria, en las que uno “elige libremente las soluciones impuestas” son más eficaces. La paradoja a asumir es que en la democracia, los individuos tienden a permanecer pegados al nivel de “adorar los bienes” a menudo SÍ se necesita un Líder para estar en capacidad de “hacer lo imposible”. El Líder auténtico es literalmente el Único que me permite efectivamente escogerme a mí mismo la subordinación a él es el mayor acto de libertad.
Las coordenadas de la constelación de hoy se hallan bien representadas por dos recientes películas, The Straight Story de David Lynch y The Talented Mr. Ripley de Anthony Minghella. Desde el principio de The Straight Story de David Lynch, las palabras que introducen los créditos, “Walt Disney presenta: una película de David Lynch”, proveen tal vez la mejor síntesis de la paradoja ética que marca el fin de siglo: el montaje de la transgresión con la norma. Walt Disney, la marca de los valores familiares conservadores, lleva bajo su paraguas a David Lynch, el autor que representa la trangresión, iluminando el submundo obsceno del sexo pervertido y la violencia que florecen debajo de las respetable superficie de nuestras vidas.
Hoy en día, cada vez más, el aparato cultural económico mismo, para reproducirse en las condiciones de competitividad del mercado, no sólo precisa tolerar, sino directamente incitar efectos y productos de choque cada vez más fuertes. Baste recordar recientes tendencias en las artes visuales: ya pasaron los días en los que teníamos sencillas estatuas o cuadros enmarcados lo que tenemos ahora son exposiciones de marcos mismos sin pinturas, exposiciones de vacas muertas y sus excrementos, videos del interior del cuerpo humano (gastroscopías y colonoscopías), inclusión de olores en la exposición, etc. Nuevamente aquí , como en el dominio de la sexualidad, la perversión ya no es subversiva: los excesos chocantes son parte del sistema mismo, el sistema se alimenta de ellos para reproducirse a sí mismo. Así que si los primeros films de Lynch también habrían caído en esa trampa, ¿qué hay entonces con The Straight Story, basada en el caso verdadero de Alvin Straight, un viejo granjero lisiado que condujo a través de las praderas americanas en un tractor John Deere para ir a ver a su afligido hermano? ¿Implica esta lenta historia de persistencia, la renuncia a la trangresión, el regreso hacia la cándida inmediatez de la permanencia ética y directa de la fidelidad? El mismo título de la película de refiere sin duda a la obra previa de Lynch: esta es la honesta historia respecto de las “desviaciones” del submundo siniestro desde Eraserhead a Lost Highway. Sin embargo, ¿qué sucede si el “honesto”1 héroe del reciente film de Lynch es efectivamente más subversivo que los excéntricos personajes que poblaban sus películas anteriores? ¿Qué si en nuestro mundo postmoderno en el cual el compromiso ético radical es percibido como ridículamente fuera de tiempo, él es el verdadero marginal? Uno debería recordar aquí la vieja anotación de G.K. Chesterton en su A defense of Detective Stories, sobre que el relato de detectives “recuerda previamente en cierto modo que la civilización misma es el más sensacional de los comienzos y la más romántica de las rebeliones. Cuando el detective en un policial se queda solo y de algún modo tontamente valeroso entre los cuchillos y los puños de un hueco de rateros, sin duda sirve para recordarnos que es el agente de la justicia social aquel que representa la figura original y poética, mientras que los ladrones y salteadores son meros, plácidos y arcaicos conservadores, felices en la inmemorial respetabilidad de simios y lobos. [La novela policial] se basa en el hecho de que la moralidad es la más oscura y atrevida de las conspiraciones.”
¿Y qué sucedería si ESTE fuera el mensaje final de la película de Lynch que la ética es “la más oscura y atrevida de las conspiraciones”, que el sujeto ético es aquel que efectivamente amenaza el orden existente, a diferencia de la larga serie de excéntricos pervertidos lyncheanos (el Barón Harkonnen en Dune, Frank en Blue Velvet, Bobby Perú en Wild at Heart...) que finalmente lo sostienen? En este preciso sentido el contrapunto a The Straight Story es The Talented Mr. Ripley de Minghella, basada en la novela de Patricia Highsmith, del mismo nombre. The Talented Mr. Ripley cuenta la historia de Tom Ripley, un ambicioso neoyorquino en bancarrota, que es ubicado por el rico magnate Herbert Greenleaf, quien piensa erróneamente que Tom ha estado en Princeton con su hijo Dickie. Dickie se encuentra vagando en Italia y Geenleaf le paga a Tom el viaje a Italia para que haga entrar en razón a su hijo y tome el lugar correcto en los negocios de la familia. Sin embargo, una vez en Europa, Tom queda fascinado no sólo con Dickie mismo, sino con la brillante, canchera y socialmente aceptable vida adinerada en la que vive Dickie. Todo lo que se dice acerca de la homosexualidad de Tom está fuera de lugar: Dickie no es para Tom el objeto de deseo, sino su sujeto ideal deseable, el sujeto transferencial “que supone saber/cómo desear”. En pocas palabras, Dickie se convierte en el ego ideal de Tom, la figura de su identificación imaginaria: cuando repetidamente le mete una mirada de reojo a Dickie, no traiciona su deseo erótico para emprender un comercio erótico con él, para POSEER a Dickie, sino su deseo de SER como Dickie. De esta manera, para resolver ese problema, Tom concibe un elaborado plan: durante un viaje en bote, asesina a Dickie y luego, durante un tiempo, asume su identidad. Haciéndose pasar por Dickie, organiza las cosas de manera que luego de la muerte “oficial” de Dickie, hereda su riqueza; una vez cumplido aquello, el falso Dickie desaparece, dejando tras de sí una nota suicida alabando a Tom, mientras éste reaparece evadiendo exitosamente a los suspicaces investigadores e incluso ganándose el agradecimiento de los padres de Dickie, para luego salir de Italia rumbo a Grecia.
A pesar de que la novela fue escrita a mediados de los 50s, uno puede decir que Highsmith se adelanta a la reescritura terapéutica actual de la ética en “recomendaciones”, que uno no debería seguir demasiado a ciegas. Ripley se detiene sencillamente en el último escalón en esta reescritura. No matarás a menos que no haya otra manera de encontrar la felicidad. O, como la misma Highsmith declara en una entrevista: “Podría ser calificado de psicótico, pero no lo llamaría demente porque sus actos son racionales. (...) Lo considero más bien una persona civilizada que mata porque tiene que hacerlo”. Ripley no se parece así en nada al “American Psycho”: sus actos criminales no son frenéticos passages a l’acte, estallidos de violencia en los que descarga la energía acumulada por las frustraciones de la vida cotidiana yuppie. Sus crímenes están calculados con un razonamiento pragmático sencillo: hace lo que es necesario para alcanzar su objetivo, la vida acomodada de los suburbios exclusivos de París. Lo que es realmente inquietante en él, por supuesto, es que de alguna manera parece perder el más elemental sentido ético: en la vida diaria, es en general amigable y considerado (aunque con un toque de frialdad), y cuando comete un asesinato, lo hace con el mismo remordimiento que uno siente cuando tiene que realizar una tarea desagradable pero necesaria. El es el psicótico final, la mejor ejemplificación de lo que Lacan tenía en mente cuando decía que la normalidad es la forma especial de la psicosis de no estar atrapado traumáticamente en la telaraña simbólica, de mantener “libertad” respecto del orden simbólico.
Sin embargo, el misterio del Ripley de Highsmith trasciende el motivo ideológico norteamericano estándar de la capacidad del individuo de “reinventarse” a sí mismo, de borrar las huellas del pasado y asumir a fondo una nueva identidad, que trascienda el “yo proteano” postmoderno. Ahí reside la falla final de la película respecto de la novela: la película “gatsbyíza” a Ripley en una nueva versión del héroe norteamericano que recrea su identidad de manera sombría. Aquello que aquí se pierde se encuentra mejor ejemplificado por la diferencia crucial entre la novela y la película: en esta última, Ripley posee los meneos de una consciencia, mientras que en la novela, síntomas de una consciencia están sencillamente más allá de su entendimiento. Es por eso que la explicitación de los deseos homosexuales de Ripley en la película también yerra en el tema. Lo que Minghella implica es que, para los años 50, la Highsmith se vió empujada a ser más circuspecta para hacer al héroe más digerible respecto de un público masivo, mientras que hoy en día podemos decir las cosas de una manera más abierta. Sin embargo, la frialdad de Ripley no es el efecto de superficie de su postura gay, sino más bien lo opuesto. En una de las últimas novelas de Ripley, nos enteramos que le hace el amor una vez por semana a su esposa Heloise, como un ritual habitual sin ninguna pasión de por medio, Tom es como Adán en el Paraíso previo a la caída, cuando, según San Agustín, él y Eva sí tuvieron sexo, pero realizado a la manera de un simple ritual instrumental, como quien siembra semillas en el campo. Una manera de leer a Ripley es decir que es angelical y que vive en un universo que precede a la Ley y sus transgresiones (el pecado).
En una de las últimas novelas de Ripley, el héroe ve dos moscas en la mesa de la cocina y al mirarlas de cerca y ver que están copulando, las aplasta con asco. Este pequeño detalle es crucial el Ripley de Minghella NUNCA hubiera hecho tal cosa: el Ripley de la Highsmith está de algún modo desconectado de las cosas relativas a la carne, disgustado de lo Real de la vida, de su ciclo de generación y corrupción. Marge, la enamorada de Dickie, da una adecuada caracterización de Ripley: “De acuerdo, tal vez no sea marica. Simplemente no es nada, lo cual es peor. No es lo suficientemente normal como para tener algún tipo de vida sexual”. Tanto como dicha frialdad caracteriza cierta postura lésbica, uno está tentado de alegar que, en vez de ser un homosexual reprimido, la paradoja de Ripley es que es un varón lésbico. La frialdad desentendida que subyace debajo de todas las posibles variables de identidad de algún modo desaparece de la película. El verdadero enigma de Ripley es por qué persiste en esta gélida conducta, manteniendo una psicótica falta de compromiso con cualquier apego humano pasional, incluso luego de alcanzar su meta y recrearse a sí mismo como el respetable art-dealer que vive en un rico suburbio parisino.
Quién sabe, la diferencia entre el héroe “recto” de Lynch y el Ripley “normal” de la Highsmith determinan las coordenadas extremas de la experiencia ética del capitalismo avanzado de hoy con el raro giro de que Ripley es el “normal” siniestro y el hombre “recto” el raro siniestro, incluso pervertido. ¿Cómo vamos a salir entonces de este camino sin salida? Los dos héroes tienen en común la inclemente dedicación en alcanzar sus metas, de modo que una manera parece ser el abandonar este rasgo en común y rogar por una humanidad más “cálida” y compasiva lista para aceptar compromisos. Pero ¿acaso no es dicha “débil (es decir: sin principios) humanidad” el modo predominante de la subjetividad de hoy en día, al punto que ambas películas proveen sus dos extremos? A fines de los años 20, Stalin definió la figura del bolchevique como la unión entre la apasionada obstinación rusa y el recurseo norteamericano. Tal vez, siguiendo las mismas líneas uno pueda alegar que la salida está más bien en la imposible síntesis de ambos héroes, en la figura lyncheana del hombre “recto” que persigue su objetivo, junto al sabio recurseo de Tom Ripley.
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En los últimos días de 1999, la gente de los alrededores del mundo (occidental) fue bombardeada por las numerosas versiones del mismo mensaje que encarna perfectamente el estallido fetichista “lo sé perfectamente bien, pero...” . Inquilinos de las grandes ciudades empezaron a recibir cartas de los administradores de los edificios, diciéndoles que no había de qué preocuparse, que todo estaría bien, pero que de todos modos llenaran sus tinas de agua y prepararan una provisión de comida y velas; los bancos estaban diciéndoles a sus clientes que sus depósitos estaban a salvo, pero que a pesar de ello debían proveerse con algo de efectivo y tener a mano su estado cuenta; hasta el alcalde de Nueva York, Rudolf Giuliani, quien repetidamente calmó a sus ciudadanos con el mensaje de que la ciudad estaba bien preparada, pasó no obstante la noche de año nuevo en el bunker de concreto al interior del World Trade Center, asegurado en contra de armas químicas y biológicas...
¿La causa de toda esta ansiedad? Una no entidad usualmente referida como el “Millenium Bug”. ¿Somos conscientes de cuán siniestra es nuestra obsesión con el Millenium Bug? ¿Y cuánto de esta obsesión es acerca de nuestra sociedad? El Bug no sólo fue generado por el hombre; uno puede incluso localizarlo de manera precisa: debido a la poca imaginación de los programadores originales, las estúpidas máquinas digitales no sabían cómo leer el “00” a la medianoche del 2000 (1900 o 2000). Esta sencilla limitación de la máquina fue la causa, aunque la brecha entre la causa y sus efectos potenciales era inconmensurable. Las expectativas fueron desde la tontería hasta el terror, ya que incluso los expertos no sabían exactamente qué pasaría: tal vez el desbarajuste total de los servicios sociales, tal vez nada (que fue efectivamente el caso).
¿Estábamos enfrentándonos realmente aquí con la amenaza de un mal funcionamiento mecánico? Por supuesto, la red digital se materializa en circuitos y chips electrónicos, pero uno debe tener siempre en mente que este circuito es en alguna medida “supuestamente conocido”: se supone darle cabida a cierto conocimiento, y es este conocimiento o, más bien, su ausencia lo que fue la causa de todas las preocupaciones (la inhabilidad de las máquinas para leer el “00”). Con lo que nos confrontó el Millenium Bug fue con el hecho de que nuestra vida “real” misma está sostenida por un orden virtual de conocimiento objetivado, cuyo mal funcionamiento puede tener consecuencias catastróficas. Jacques Lacan lo llamó Conocimiento objetivizado la sustancia simbólica de nuestro ser, el orden virtual que regula el espacio intersubjetivo el “gran Otro”. Una versión más popular y paranoica de la misma noción es el Matrix de la película de los hermanos Wachowsky que lleva el mismo nombre.
Aquello que realmente se convirtió en una amenaza para nosotros bajo el nombre de Millenium Bug fue la suspensión del Matrix. Aquí podemos ver en qué sentido The Matrix (la película) estaba en lo cierto: la realidad que abandonamos está tan regulada por la super poderosa e invisible red digital que su colapso puede crear una “real” desintegración global. Razón por la cual es una peligrosa ilusión reclamar que el Bug pudo haber traído una liberación: si estuviéramos a punto de ser privados de la red digital artificial que interviene y sostiene nuestro acceso a la realidad, no encontraríamos vida natural en su verdad inmediata, sino la insoportable tierra baldía “¡Bienvenidos al desierto de lo real!”, como es ironicamente felicitado Neo, el héroe de Matrix, en el momento en que ve la realidad tal como es, sin el Matrix.
¿Qué es entonces el Millenium Bug? Tal vez el último ejemplo de lo Lacan llamó objet petit a, el “pequeño Otro”, la causa-objeto del deseo, una pequeña partícula de polvo que le da cuerpo a la ausencia del gran Otro, el orden simbólico. Y es aquí en donde aparece la ideología: el Bug es el sublime objeto de la ideología. El término mismo es elocuente respecto de sus tres significados: un glitch/defecto; un insecto; un fanático. Este desvío del significado realiza la operación ideológica más elemental: una simple pérdida imperceptible o glitch, adquiere una existencia positiva, convirtiéndose en un “insecto” incómodo con el don de cierta actitud psíquica (fanatismo) y el mal funcionamiento adquiere súbitamente una causa, un fanatismo que debe ser exterminado como un insecto... y ya estamos de lleno en la paranoia. Hacia fines de diciembre de 1999, el principal periódico esloveno de derecha puso como titular: “¿Es realmente un peligro o una cortina de humo?”, dando a entender que ciertos oscuros círculos financieros auspiciaban el pánico del Y2K y que sería usado para poner en marcha un gigantesco fraude... ¿No es el Bug la mejor metáfora animal para una imagen antisemítica de los judíos: un insecto rabioso que introduce la degeneración y el caos en la vida social, la verdadera causa oculta de los antagonismos sociales?
En un movimiento que repite simétricamente la paranoia derechista, Fidel Castro denunció también luego de que se hizo obvio que no había tal Bug, que las cosas seguirían su curso de manera más o menos suave el miedo del Bug como algo promovido por las grandes compañías de computadoras, diseñado para hacer que la gente compre computadoras nuevas. ¡Y, efectivamente, una vez pasado el miedo y aclarado el hecho de que el Millenium Bug era una falsa alarma, se oyeron denuncias desde todos lados en el sentido de que debía haber una razón para tanta bulla por nada, algún interés (financiero) oculto que en primer lugar difundía el miedo ¡es imposible que todos los programadores cometieran un error tan grande! El centro de la discusión giró entonces hacia el típico dilema post-paranoide: ¿hubo realmente un Bug cuyas catastróficas consecuencias fueron evitadas por medidas preventivas, o no hubo nada simplemente, de manera que las cosas hubieran marchado con tranquilidad sin haber tenido que gastar el billón de dólares al tomar esas medidas? Nuevamente se trata del objet petit a, el vacío que “es” la causa-objeto del deseo en su manera más pura: un cierto “nada de nada”, una entidad sobre la cual ni siquiera es seguro el hecho de que “realmente exista” o no, y que no obstante, como el ojo de una tormenta, causa una gigantesca conmoción alrededor suyo. En otras palabras, ¿no fue el Millenium Bug algo de lo cual MacGuffin Hitchcock mismo hubiera estado orgulloso?
Tal vez de este modo, uno puede concluir con un modesto argumento marxista: desde que la red digital nos afecta a todos, desde que ES la red la que regula ya nuestra vida diaria hasta en sus rasgos más comunes como las reservas de agua, debe ser socializada de alguna manera. ¿Es esta una medida “totalitaria” amenazando con imponer un control sobre el ciberespacio? SÍ.
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Originalmente publicado en huesohumero
1 Nota del traductor: En referencia al “straight” del título: directo, derecho, honesto, recto y también coloquialmente, heterosexual.
[ Traducción: Rodrigo Quijano ]
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